domingo, 29 de junio de 2008

ni richard wagner ni dr. wagner, manifiesto antipatriota

Me cuenta Amparo que se enteró de la victoria de España sobre Italia en la Eurocopa por Zubin Metha. Había ido a escuchar la ópera Siegfried de Richard Wagner (que tanto he lamentado perderme por estar en México) y al acabar, tras salir a saludar una y otra vez por los inacabables aplausos del público, Zubin Metha apareció con un micrófono y anunció la victoria de España, colofón glorioso a las gestas de Sigfrido. Ni qué decir tiene que la sala prorrumpió en aplausos con recobrados bríos. Yo me enteré de esa victoria de la selección española de fútbol, o de España, según parece, porque me llamó por teléfono un amigo mexicano que había visto el partido por televisión para decírmelo. Lo que da la medida del interés que ella y yo tenemos por el asunto ese del balompié, conociendo victoria tan singular de la gloriosa selección nacional por extranjeros…

Confieso que, si la victoria sobre las huestes de Berlusconi me pilló totalmente fuera de juego, ante el subsiguiente enfrentamiento con los sicarios de Putin pensé en lanzarme a la primera fila de combate, alistarme a cualquier División, fuera del color que fuera, para plantarle cara al ruso. Pero volvió a pasarme inadvertido el momento en que se libraba el combate, entretenido con los productos del ingenio inacabable de Vik Muniz expuestos en el Antiguo Colegio de San Ildefonso. Ahora que Alemania ya ha confundido al turco, como se decía en mi familia recordando la batalla de Lepanto, el combate final España-Alemania me deja aún más indiferente.

No me atrae la exaltación nacional a partir de los mitos, que sólo salva el espíritu de la música, de Richard Wagner, a cuya tercera entrega valenciana no pude asistir, pero tampoco el simulacro popular-mexicano del Dr. Wagner, que contemplé en el Arena México en su defecto.
Nunca podré sumarme al oé oé oé que atruena los campos de fútbol, de donde me fui a los quince años, sin volver jamás, porque los partidos coincidían con las sesiones de los cine clubs SARE y SIPE, para escándalo de mi padre que los retransmitía desde Radio Alerta, emisora del Movimiento, desde cuya cabina había sido yo espectador privilegiado de los encuentros del Valencia, club de fútbol, durante años.

Ni podré entonar letra alguna que pudiera añadirse al Himno Nacional (salvo quizá si se la encargaran a García Calvo, como hizo al tomar el poder Joaquín Leguina para el himno efímero de la Comunidad de Madrid, en el que se daba la única razón para ser de algún lugar; “¡Viva mi dueño, / que, sólo por ser algo, / soy madrileño!”).

Ni me uniré nunca a cantar himno alguno cuyo sujeto sea los valencianos, Catalunya o España. Mis únicos himnos serán siempre La Marsellesa, cuyo sujeto es los ciudadanos “Aux armes, citoyens!” o La Internacional, cuyo sujeto es el género humano o la propia internacional “Agrupémonos todos en la lucha final / el género humano será La Internacional”. Sólo acepto cantos patrióticos para celebrar estados de embriaguez etílica, y ahí siempre será mi patria “Asturias, de mis amores”, aunque no haya tenido nunca amores en tal lugar.

En todo caso, me puedo poner cursi y entonar aquello de “Imagine there’s no countries / It isn't hard to do / Nothing to kill or die for / And no religion too”. O, para evitar la cursilería, usar la traducción española que hizo Santiago Auserón cuando intentó sacar esa canción de Lennon del territorio del hilo musical que se la ha tragado, y convertirla en un canto gozoso de liberación con el soporte de unos arreglos que exploraban territorios de la música negra: “Que no hubiera naciones / Tampoco religión / Que no tuviera la muerte / Motivo ni razón”.

lunes, 23 de junio de 2008

and the music goes 'round my head

Lejos de mis vinilos, me he acostumbrado a escuchar música en el iPod. Sobre todo en los viajes en metro que me llevan desde el apartamento en que estoy viviendo en el sur de México DF hasta el norte, hasta Indios Verdes, la última parada de la línea 3, que atraviesa la ciudad de norte a sur, desde la que aún tengo que tomar un pesero para llegar al Centro de Investigación y de Estudios Avanzados, donde he venido a trabajar por unos meses. Una hora, más o menos, de trayecto.

Pongo el iPod en aleatorio y escucho lo que el azar decide, mientras por mi vagón del metro van pasando los vendedores ambulantes anunciando todo tipo de productos (“en esta ocasión, les traigo a ustedes, un paquete de agujas con el ojo dorado, son sólo diez pesos”, “les ofrezco a ustedes, en esta ocasión, un deuvedé del famoso fotógrafo canadiense..., su precio es de ciento cincuenta pesos, pero yo se los ofrezco por cuarenta...”), y, sobre todo, cds pirateados, que reproducen en un diskman conectado a un altavoz que acarrean en una mochila con rejilla, y anuncian también, cada uno el cd que “en esta ocasión, les traigo a ustedes...”, porque cada vendedor lleva un puñado de ejemplares de un único cd… Sobre ese barullo de voces y músicas variadas y el traquetreo del metro, van desfilando las canciones de mi iPod, “And the music goes ‘round my head … And my life echoes through my brain”, como decían los Easybeats a finales de 1967 –aunque yo no me enterara de que ellos lo habían dicho hasta unos quince o veinte años después cuando compré, no recuerdo si en California o en Canadá, su LP americano Falling off the Edge of the World.

Hace unos días rompí esta costumbre recién adquirida de escuchar en reproducción aleatoria (que, por ejemplo, pudo producir hace poco una de las variaciones Goldberg en versión de Glenn Gould, después de haber pasado por “Poor Side Of Town” de Nick Lowe, “My Foolish Heart” de Tony Bennett con Bill Evans, “I refuse” de Aaliyah, “Un paseo por mi cabeza” de Serpentina y “Tango del Roselló” de Pascal Comelade) para escuchar el disco Canciones de Santiago Auserón con la Original Jazz Orquestra, que acababa de comprar en http://www.lahuellasonora.com/tienda_discografia.php?id=30, la primera vez que compraba un disco en digital. Recién descargado en el iPod subí en el metro rumbo al norte y esta vez seleccioné escuchar el disco completo y en orden, enfrentado a su concepto, y no trenzando sus canciones con otras de la memoria de mi iPod.

El cancionero de Santiago Auserón forma parte de mi vida. No puedo escuchar pues indiferente nuevas versiones. He de confesar que en las canciones que para mí son más entrañables (entrañables porque me hablan, y me han hablado ya durante años, de mí) como “Obstinado en mi error” (¡cuántas veces no habrá venido ese verso a mi cabeza!) o “No más lágrimas” (que tengo pegada a un momento de mi biografía), los arreglos de Enric Palomar, aquí de clásica big band, me acunan, me siento en ellos a gusto, en territorio conocido y apropiado. Tarareo. Otros territorios del recuerdo, “Semilla negra”, canción que da de sí lo que se quiera, “La negra flor” o “El tonto simón”, los siento sometidos a la perturbación de no volver al mismo lugar, tener que acomodarme a que alguien se ha atrevido a cambiarlos (a veces uno tiende a la pereza, y puede no querer hacer el esfuerzo de encontrar su lugar en el territorio nuevo, o, incluso, puede rebelarse: ¿cómo se atreve éste a cambiar mis recuerdos, mis sueños?). Sin embargo, lo nuevo se incrusta en mis recuerdos –aunque, de momento, no tarareo. Tampoco tarareo, pero ni ahora ni en el recuerdo, porque la escucha ha de ser distinta, en las canciones más narrativas, “El Joraique” (dura forma de no dar cuartel al oyente perezoso, empezar el disco con este Joraique), “El canto del gallo”, “Annabel Lee”, cuyos arreglos enlazo en la memoria, ese agarre de la escucha, con los que Jean-Claude Vannier hizo para Gainsbourg, sobre todo, el de Histoire de Melody Nelson, o su propio disco L’enfant assassin des mouches –aunque probablemente no tengan mucho que ver, pero así son los lazos de la memoria.

Y así es la música. Ya lo dice la propia Música, antes de desplegar la alegría y el pesar de Orfeo, su triunfo del Infierno y su fracaso ante sí mismo, en el prologo de L’Orfeo de Monteverdi, que suena mientras escribo (con “la música rodeando mi cabeza y mi vida resonando en mi cerebro”):

Io la Musica son, ch’ai dolci accenti
So far tranquillo ogni turbato core,
Et or di nobil ira et or d’amore
Poss’infiammar le più gelate menti.

[Yo soy la Música, con dulces acentos
Sé calmar los corazones turbados,
Y, ya de noble ira, ya de amor,
Puedo encender las más gélidas mentes.]

domingo, 15 de junio de 2008

el retorno del dr. wagner

Como, lejos de Valencia por dos meses, me voy a perder la tercera parte de El anillo de los Nibelungos con la coreografía entre física y virtual de La Fura dels Baus, para compensar, el viernes 13 me fui al Arena México a ver un programa completo de lucha, en el que se anunciaba el retorno de Dr. Wagner.

El programa traía tres eventos de tríos con la participación nada menos que de Stuka, Máscara Púrpura y Flash vs Arkangel, Loco Max y Skandalo; El Sagrado, El Valiente y Grey Shadow vs Averno, Mephisto y Ephesto; el retorno de Dr. Wagner, el Galeno del Mal, el más aclamado por las masas, con El Volador y La Sombra vs Atlantis, Último Guerrero y Rey Bucanero; el campeonato mundial de tercias, en el que se enfrentaban el controvertido Místico, acompañado de Dos Caras Jr. y Blue Panther, a Héctor Garza, La Máscara e Hijo del Fantasma; y, para terminar, el espectáculo “Infierno en el ring”, lucha en jaulas cabelleras vs cabelleras, en el que se enfrentaban dos equipos de cinco luchadores y acabó perdiendo la cabellera Heavy Metal, ante los temibles Perros del Mal. Perdiendo la cabellera literalmente: Heavy Metal llevaba el pelo largo hasta los hombros y, derrotado, él mismo se agarró la melena haciendo una coleta, se la cortó con unas tijeras y se la entregó a El Texano, representante de Perros del Mal, que se subió hasta lo más alto de la jaula para enarbolarla dando gritos de victoria, mientras el público rugía "pe-rro-pu-to, pe-rro-pu-to...". Y la cosa no quedó ahí: después le raparon la cabeza al cero...

Pero el espectáculo no estaba sólo en el ring (y alrededores, porque una característica de estos combates, o lo que sean, es que cada poco se salen del ring y se pelean fuera): los alrededores del Arena México estaban convertidos en un tianguis en el que se vendían máscaras de todos los luchadores y otros abalorios. Uno de los amigos con quienes iba, a estos asuntos hay que ir en pandilla, serio en otras circunstancias, se compró una de Místico, se la caló y ató por la parte posterior de la cabeza, y entró con ella puesta. Yo buscaba la del Dr. Wagner, pero se puso a diluviar y me quedé sin máscara. Desenmascarado.

Éste es el tal Místico:



















Y éste el Dr. Wagner, que retorna eternamente:


Para quien quiera iniciarse, éste es un buen lugar: http://www.losluchadores.info/index.html.

La crónica oficial del espectáculo que presencié se puede ver en la página del Consejo Mundial de Lucha Libre: http://www.cmll.com/resultados/s_v_cmll.html

domingo, 8 de junio de 2008

voluntad de posible

En Help a él, ese anagrama de El Aleph, pasado por la alucinación psicodélica, escribe Fogwill: “De las doscientas cuarenta mil y pico de armonías posibles para un compás de seis, no menos de tres mil son legítimas; de ellas, unas cien podrán ser justificadamente wagnerianas, y cincuenta son plausibles para un fragmento de Tristán. Sin embargo, Wagner había elegido una. ¿Por qué? ¿Qué es Wagner? Wagner, pienso ahora, es convencer al mundo de que sólo esa combinación es wagneriana”.

Fogwill parece pensar –o al menos es lo que “piensa ahora”, a lo que luego añade que “la noche de aquel sábado no lo pensé así”– que todo está ya previsto, que la lista de posibilidades está cerrada y se trata de encontrar la manera de elegir la adecuada y afirmarla como propia –sí, así, ese soy yo. No, Wagner es ese hacer que algo que antes no era pensado como posible, lo sea, por eso arrebata –pienso yo ahora, mientras escucho el cuarteto de cuerda número 4 de Béla Bártok.

En El Aleph están contenidos, dice Borges, todos los lugares, como todos los instantes están en la eternidad. Georg Cantor eligió precisamente esa letra del alfabeto hebreo, א, aleph, para representar el infinito que él construyó en las matemáticas para dar cuenta de ese fenómeno, inasible por los poderes físicos de los humanos, de la presencia actual del infinito, dado de una vez, no pendiente de ser recorrido indefinidamente, sino enumerado de una vez por todas y de golpe.

Maurice Blanchot decía en Le livre à venir, El libro por venir, a propósito de este cuento de Borges, que “l’erreur, le fait d’être en chemin sans pouvoir s’arrêter jamais, change le fini en infini”, pero también decía que ese error, o, mejor, errar, ese estar en camino sin poder detenerse, que cambia lo finito en infinito, era algo propio del “hombre desértico y laberíntico”, no del “hombre comedido y de medida”. El “infinito malo” al que se enfrenta Borges es el único del que los humanos podemos tener experiencia, según Blanchot, excepto en éxtasis, porque “el mundo en que vivimos, y tal como lo vivimos, está acotado, felizmente”.

Hay, sin embargo, mundos posibles en que vivir, que no están acotados, felizmente (y aquí es donde ese adjetivo es adecuado): son los que produce la voluntad de posible, ésa que no se limita a buscar y elegir entre lo pensable, sino que expande el territorio de lo pensable, abre nuevos territorios en la vida, o en la música, o en las matemáticas.

El aleph de Cantor, א, no es ese Aleph en el sótano de la casa de la calle Garay ante el que el lenguaje se desmaya, aunque Cantor le dijera en una carta a Dedekind “lo veo, pero no lo creo”, al atisbar lo que lo llevaría a nombrarlo. Como dijo Nietzsche, y se diría que pensando en las matemáticas: “Se acabó la ficción para nosotros, nosotros calculamos; pero para poder calcular algo, primero hemos de convertirlo en ficción”. El aleph de Cantor es un número, infinito, pero un número, porque es objeto de un cálculo, un cálculo con el infinito que nosotros, matemáticos, podemos hacer porque lo hemos hecho posible, y que nos lleva a tener nuevas experiencias en ese mundo posible, con las que nuestras viejas ideas se ensanchan o se rompen. Dice Borges que el nombre del Aleph, “para la Mengenlehre, es el símbolo de los números transfinitos, en los que el todo no es mayor que alguna de las partes”, haciendo referencia con Mengenlehre a la teoría de conjuntos infinitos de Cantor, que Cantor denominó así. Lo que Borges no dice es que el infinito dominado por el lenguaje de Cantor ya no está solo, sino que se despliega en una serie de infinitos distintos, en un sentido que el cálculo establece, que Cantor escribió, todos, con la letra aleph y los números naturales como subíndices. Infinitos alephs ante los que el lenguaje matemático no se desmaya. Tenía razón Borges cuando decía creer que “el Aleph de la calle Garay era un falso Aleph”, por más motivos de los que él aduce.

domingo, 1 de junio de 2008

retorno a la ortodoxia punk

Hace unos meses, de tapas por Granada, me encontré pintada en un muro la consigna “retorno a la ortodoxia punk”. Parece que, también para quienes declararon que no había futuro, no cabe la instalación en el presente, sino la nostalgia del pasado, no sé si feliz, pero al menos añorado. Desde entonces, esa frase retorna a mi cabeza como si fuera uno más de los estribillos de canciones que he incorporado a mi vida. Incluso sin más sentido que el de la necesidad del retorno a algún lugar, por ejemplo, a este blog en pausa.

No se trata de usar los versos de Santiago Auserón “Voy a la deriva, amor / que no me dejan en calma / los vientos de mal humor”, otro de mis estribillos recurrentes, para instalarse en el desconsuelo, que el mismo Auserón ya concluye ese son de los muertos con la intención de “...dejar / pasmados y boquiabiertos / a los muertos del lugar / resucitar al fresco”. Resucitar pues al fresco. Salir al fresco y sacar al fresco.

En algún sitio leí que en un muro alemán apareció ya hace tiempo, en cualquier caso antes de la caída del muro por antonomasia, una pintada postpunk, sin nostalgia: “no future war gestern, aber was gibt es weiter”, algo así como “lo de que no hay futuro fue ayer, ¿y ahora qué?”. Pues eso, ¿y ahora qué? Ya pasó la conmemoración del mayo del 68, a la que parece obligar los números redondos. Un año, 1968, en el que yo también llevaba a cuestas un número redondo: el de mis años, veinte entonces (y, por tanto, sesenta ahora, redondo también, porque, por decirlo en la jerga del álgebra, en el conjunto de los números redondos la adición es una ley de composición interna, y la multiplicación por un número natural, una ley de composición externa); y en el que para mí pensamiento y vida iban de la mano.

Las conmemoraciones tienden al mausoleo, y más cuando tenemos ya tantos muertos que contar, entre aquellos con los que vivimos o con los que pensamos. Lo que puede ser una carga pesada, salvo que se sepa hacer como Alain Badiou, que convierte en ligereza y flecha el peso de los muertos en el libro que ha publicado en este 2008 = 1968 + 40, Petit panthéon portatif, Pequeño panteón portátil. Muy distinto del peso que parece tener para André Glucksmann, que, quizá decepcionado él por la pérdida de los dogmas, como dice que está la izquierda, se ha sentido obligado a explicarle Mayo del 68 a Nicolas Sarkozy, en el libro que, junto con su hijo, ha escrito para su 2008, Mai 68 expliqué à Nicolas Sarkozy.

Pues bien, ¿y a mí qué que sea redondo el número de años que ha pasado desde Mayo del 68? Ni nostalgia, ni recuerdo momentáneo que descargue de la culpa del abandono. Con mi Pequeño panteón portátil a cuestas, ya es junio, ¿y ahora qué?