Me cuenta Amparo que se enteró de la victoria de España sobre Italia en la Eurocopa por Zubin Metha. Había ido a escuchar la ópera Siegfried de Richard Wagner (que tanto he lamentado perderme por estar en México) y al acabar, tras salir a saludar una y otra vez por los inacabables aplausos del público, Zubin Metha apareció con un micrófono y anunció la victoria de España, colofón glorioso a las gestas de Sigfrido. Ni qué decir tiene que la sala prorrumpió en aplausos con recobrados bríos. Yo me enteré de esa victoria de la selección española de fútbol, o de España, según parece, porque me llamó por teléfono un amigo mexicano que había visto el partido por televisión para decírmelo. Lo que da la medida del interés que ella y yo tenemos por el asunto ese del balompié, conociendo victoria tan singular de la gloriosa selección nacional por extranjeros…
Confieso que, si la victoria sobre las huestes de Berlusconi me pilló totalmente fuera de juego, ante el subsiguiente enfrentamiento con los sicarios de Putin pensé en lanzarme a la primera fila de combate, alistarme a cualquier División, fuera del color que fuera, para plantarle cara al ruso. Pero volvió a pasarme inadvertido el momento en que se libraba el combate, entretenido con los productos del ingenio inacabable de Vik Muniz expuestos en el Antiguo Colegio de San Ildefonso. Ahora que Alemania ya ha confundido al turco, como se decía en mi familia recordando la batalla de Lepanto, el combate final España-Alemania me deja aún más indiferente.
No me atrae la exaltación nacional a partir de los mitos, que sólo salva el espíritu de la música, de Richard Wagner, a cuya tercera entrega valenciana no pude asistir, pero tampoco el simulacro popular-mexicano del Dr. Wagner, que contemplé en el Arena México en su defecto.
Nunca podré sumarme al oé oé oé que atruena los campos de fútbol, de donde me fui a los quince años, sin volver jamás, porque los partidos coincidían con las sesiones de los cine clubs SARE y SIPE, para escándalo de mi padre que los retransmitía desde Radio Alerta, emisora del Movimiento, desde cuya cabina había sido yo espectador privilegiado de los encuentros del Valencia, club de fútbol, durante años.
Ni podré entonar letra alguna que pudiera añadirse al Himno Nacional (salvo quizá si se la encargaran a García Calvo, como hizo al tomar el poder Joaquín Leguina para el himno efímero de la Comunidad de Madrid, en el que se daba la única razón para ser de algún lugar; “¡Viva mi dueño, / que, sólo por ser algo, / soy madrileño!”).
Ni me uniré nunca a cantar himno alguno cuyo sujeto sea los valencianos, Catalunya o España. Mis únicos himnos serán siempre La Marsellesa, cuyo sujeto es los ciudadanos “Aux armes, citoyens!” o La Internacional, cuyo sujeto es el género humano o la propia internacional “Agrupémonos todos en la lucha final / el género humano será La Internacional”. Sólo acepto cantos patrióticos para celebrar estados de embriaguez etílica, y ahí siempre será mi patria “Asturias, de mis amores”, aunque no haya tenido nunca amores en tal lugar.
En todo caso, me puedo poner cursi y entonar aquello de “Imagine there’s no countries / It isn't hard to do / Nothing to kill or die for / And no religion too”. O, para evitar la cursilería, usar la traducción española que hizo Santiago Auserón cuando intentó sacar esa canción de Lennon del territorio del hilo musical que se la ha tragado, y convertirla en un canto gozoso de liberación con el soporte de unos arreglos que exploraban territorios de la música negra: “Que no hubiera naciones / Tampoco religión / Que no tuviera la muerte / Motivo ni razón”.
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Hace 5 años
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